Migas y cordero segureño.
Migas y cordero
segureño.
A menudo nos tomamos demasiado en serio a nosotros mismos y nos planteamos los viajes como un reto que debe permitirnos alcanzar objetivos que parecen sacados del resumen de contraportada de un libro de autoayuda, como "salir de nuestra zona de confort", "superar nuestros límites", "remover nuestra escala de valores" o "conocernos mejor". Cuando hablamos o escribimos sobre el viaje realizado nos empeñamos en transmitir la revolución que hemos experimentado a nivel emocional y existencial.
La visión romántica y trascendente de los viajes tenía más sentido en el siglo XIX y principios del siglo XX, cuando había partes del mundo aún por explorar y la precariedad de las vías de comunicación y los medios de transporte hacía que muchos viajes tuvieran un componente de incertidumbre y aventura. En el siglo XXI, cuando los tour operadores venden paquetes turísticos hasta para hacer excursiones al Himalaya, parece un poco excesivo suponer que cada viaje que hagamos debe servir para remover nuestra conciencia y limpiar nuestro karma.
Creo que recibimos demasiados estímulos de inspiración individualista, que aparentemente nos animan a superar nuestros límites pero que en realidad sobrevaloran nuestras posibilidades y restan importancia a elementos tan poderosos como el puro azar. Este planteamiento en exceso voluntarista lleva a muchas personas a culparse de su infortunio y, por lo tanto, a la frustración, y a otras, ya de por si de naturaleza optimista, a vivir permanentemente en un mundo mágico-pendejo en el que se supone que podemos alcanzar cualquier meta si ponemos la fuerza y el empeño suficientes.
No le pido demasiado a los viajes. Cuando viajo sólo aspiro a romper mi rutina; comprobar de nuevo que los seres humanos y Dios, para quienes somos creyentes, o la naturaleza, el azar o el caos, para quienes no lo son, somos capaces de crear belleza en prácticamente cualquier lugar del mundo; apagar el móvil de trabajo y el portátil y disfrutar durante un tiempo como si todos los días fueran domingo, o mejor aún, sábado, porque los domingos tienen algo de recuerdo melancólico del descanso que se va y de preludio nervioso de las obligaciones que vuelven.
Estas vacaciones he pasado unos días en Villajoyosa (recomiendo encarecida e interesadamente la lectura de mi relato "Viaje a la Vila"), y otros en Huéscar, un pueblo de la provincia de Granada. El viaje a la Vila me ha servido para revivir unos recuerdos que empezaron a forjarse en la niñez, que comparto con mis hermanos y que favorecen que mantengamos un sentimiento de identidad familiar. El viaje a Huéscar me ha servido para disfrutar de calor seco durante el día y de noches frescas; para descubrir que el acento de sus habitantes se parece mucho más al murciano que a lo que entendemos como "acento andaluz"; para que mis hijos vivan como una aventura hospedarse en una casa/cueva excavada en la montaña; para nadar en Fuencaliente, un manantial de agua natural convertido en una piscina con el suelo de lodo y peces sobrealimentados; para tapear, comer migas y cordero segureño. Ninguno de los dos viajes ha removido mi conciencia, ni me ha hecho mejor persona, ni ha contribuido a que me conozca mejor a mí mismo y a los demás, y tampoco esperaba que lo hicieran.
Durante el confinamiento me cansé de leer y escuchar que con esfuerzo podíamos salir fortalecidos de la experiencia, que, de forma individual y también como colectivo, debíamos aprovechar para reflexionar y cambiar nuestra forma de relacionarnos con el entorno, y que si no lo hacíamos perderíamos una ocasión única para crecer y crear un mundo mejor. Es un planteamiento muy propio del pensamiento mágico-pendejo al que antes me refería. El confinamiento ha sido un accidente que cada uno ha sobrellevado como ha podido y sus efectos, en absoluto positivos, se dejan sentir mucho más en nuestros bolsillos que en nuestro espíritu. En la misma línea, no creo que viajar sea necesariamente un medio para el enriquecimiento personal, sino un fin en si mismo, y ahí radica su encanto, porque en realidad por cada Siddharta que vaga en constante búsqueda de la verdad ontológica hay cien mentes simples que nos conformamos con comer migas y cordero segureño, y el numeroso ejército de seres limitados y conscientes de nuestras limitaciones no soportaríamos la pesada carga de afrontar cada viaje como si fuera una oportunidad para crecer en sabiduría y bondad.
No deja de ser curioso que un relato que pretendía ser un alegato contra los dogmatismos esté repleto de sentencias y conclusiones dogmáticas. Probablemente caiga en el mismo defecto que aquellos que en su afán por criticar los extremismos se terminan convirtiendo en talibanes del relativismo y la equidistancia. En fin, supongo que es una prueba más de que mis recientes viajes estivales no me han permitido superar mis limitaciones.
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